(Keine Übersetzung vorhanden)

El señor Calderón

(18.10.2004)

Quito, hacia 1965?.

Debía tener unos veinte y tanto años. De estatura mediana, más bien frágil, literalmente transparente de tez. Su cara marcadamente asimétrica: su ojo izquierdo, algo abultado, algo ensangrentado, miraba consistentemente en otra dirección que su ojo derecho. Su nariz, como de boxeador, algo torcida. Su hombro izquierdo algo más alto que el derecho (por ser violinista?). Y sin embargo no era „feo“, al contrario, toda su apariencia respiraba dignidad, amabilidad acoplada a una timidez de conejo. El contacto con él sugería, tranquilidad, delicadeza y una enorme sensibilidad. Su voz era más bien aguda, pronunciadamente mélodica, se diría un contratenor. Su ropa sencilla, siempre limpia, con camisa abierta, sin corbata, tan sólo sus zapatos delataban, no descuido, sino más bien pobreza.

Era efectivamente extremadamente pobre. No supimos nunca donde dormía, posiblemente en el mísero almacén de su madre en las „cobachas“ de la iglesia de la esquina. Posiblemente ella proveía igualmente el cuidado de su ropa y de su exigua alimentación.

Se apegó a nosotros. Gustaba de nuestras conversaciones sobre arte, filosofía y otras idioteces. Gustaba del delicado humor del Chanchito y del Buho y con mucha dignidad desaprobaba de las expresiones soeces y cínicas del Mulo. El Mulo lo provocaba continuamente, sobre todo con temas sexuales. El sonreía delicadamente, se ruborizaba y rechazaba la provocación con un gesto de bailarín o de mimo. De alguna manera se percibía que en nuestras tertulias en los cafés de la ciudad sufría hambre. Pero se negaba a aceptar una invitación. Muy lentamente logramos que él acepte participar de nuestras golosinas. De alguno manera percibimos que esas golosinas pasaron a formar parte importante de su alimentacion. No tomaba alcohol en absoluto, ni café, se servía sobretodo leche y „moncaibas“. Nunca dijo ser vegetariano, pero rechazaba delicadamente, nuevamente con gesto de bailarín, toda invitación a algún plato con carne.

Se enamoró. Tocaba serenatas a su elejida improvisando con su violín destartalado. Ella, de un estrato social más alto, le rechazó. Su padre le increpó, lo llamó „basura“ indigna de su hija.

Llegué después de algunos días al Conservatorio de la calle Cuenca hacia las 4 de la tarde. Todo estaba en conmoción. El señor Calderón sin zapatos pero limpio y pulcro como siempre, armado de una escoba barría concentradamente el segundo piso, agrupado alrededor de un patio central de piedra, como en toda casa colonial. Los retraros de Beethoven, Meyerbeer y Gounod (enormes medallones que adornaban el segundo piso del Conservatorio) miraban indiferentes el quehacer del señor Calderón. El Inspector, señor Espinoza, correctamente vestido en gris y con corbata, para evitar que la actividad del señor Calderón cree polvo se apresuró a buscar un balde de agua del que hacía saltar gotas adelantándose siempre a la escoba del señor Calderón. Paralelamente al barrer y con una energía no compatible con su habitual timidez hacía pausas para gesticular y dirigir la palabra a profesores y alumnos estupefactos, explicándoles que barría la „basura“ del Conservatorio. La situación se dramatizó cuando el señor Calderón superó el pasamano y se puso a barrer con seguridad de sonámbulo el alero de losa resbalosa de un ancho de unos 30 centímetros que caía al patio de piedra del edificio. Dejamos de respirar.

Lo visitamos años después en Conocoto, en el hospital psiquiátrico. El guarda nos habló cariñosamente de él. Pero nos previno. „Cuando les indique, es mejor que se vayan“. Conversamos como siempre, riéndonos y contando anécdotas. Nos hablo de su buen pasar, que podía hacer diariamente lo que él quería. Lo único que tenía completamente prohibido es tocar violín y barrer, justamente ocupaciones que a él le encantaban. Pronto llegó la señal del guarda. Nos alejamos, yo, con la certeza de despedirme para siempre de una de las personas más sensibles y finas que he conocido en mi vida.

Parece que terminó sus días en Conocoto. Años luego recogí su recuerdo en la composición „Lindgren“ para violonchello y cinta magnética. En esta obra se confrontan en un contrapunto a dos voces, la voz del „hoy“ (violonchello) y la voz del „ayer“ (cinta magnética). Al principio son „compatibles“. Pero la voz del „ayer“ lo arrastra inmisericordemente a un „ayer“ traumático, que destruye inapelablemente a su „hoy“. Así me explico la locura.

Curioso: La obra Krapp´s Last Tape de Samuel Beckett muestra literalmente el mismo itinerario: un anciano sucumbe a sus recuerdos revividos por grabaciones en cinta magnética, hechas por él mismo, en un pasado impreciso. Conocí ésta obra años más tarde de haber compuesto Lindgren. Lindgren se ha ejecutado en varios festivales dedicados a Beckett como ilustración musical de Krapp´s Last Tape.

El señor Calderón y Krapp.