(Keine Übersetzung vorhanden)

La Guardia Vieja

La casa de San Diego era en realidad un caserón.

Con el frente hacia la calle Marañón estaba nuestra vivienda, de un piso, con un jardín de ensueño. Dos higueras, un arrayán, un capulí, hachiras, rosas, geranios. Todo iluminado por el sol de Quito y la paciente mano de mi madre. Un paraíso.

Atrás de nuestra vivienda, un patio empedrado. A su alrededor, construcciones con cuartos por todas partes, en tres pisos, para los „pobres“. Al fondo una panadería, de „la tía Luz“. Un corredor bajo llevaba al „patio de atrás“, con cuartos obscuros y húmedos para los „más pobres“ y finalmente el „chiquero“ compartido regularmente por dos chanchitos. Mi madre sacrificaba dos veces al año, dos fiestas de familia: comenzaba hacia las dos de la mañana con los desesperados gritos del sacrificado (ver „ayayayayay“) y culminaba hacia las seis con la olorosa fritada con mote y el trofeo de los niños: la vejiga inflada del „difunto“, con la cual jugábamos volley.

Mis padres eran los mejor situados de ambas familia. Los parientes de ellos, al venir a la capital se alojaban en la casa de San Diego. Por docenas.

El patio era poblado, sobretodo en tiempo de vacaciones, por cantidades de chicos. Jugábamos naturalmente fúltbol, con la consecuente destrucción sistemática de las vidrieras que circundaban el patio. Pero también a las cojidas, a las escondidas, a la rayuela, al matan-tirun-tirulán (que habría sido eso?), al florón que está en mis manos, al lobo que está en el bosque, los cachacos. Al atardecer nos sentábamos a contar: chistes, historias, pero lo que más me impresionaba eran los cuentos de miedo del estilo de la „caja ronca“. Y terminaba la sesión con „penitencias“.

Mi tío Efraín vivía en el tercer piso, en el cuarto de al fondo. Yo, (6 años?) me asomaba discretamente cuando él desempacaba su guitarra, ponían frente a si dos cuadernos anillados de formato media página y se ponía a cantar boleros y tangos. El un cuaderno (llamémoslo azul) era el de tangos el otro, (llamémoslo blanco) era el de boleros. Y ese fue mi primer contacto con Cuesta Abajo, La Cumparsita, Garúa, Silencio en la noche, Caminito, El Choclo y los otros clásicos. Cuanto me impresionó que el mundo yira, yira, que el hombre macho no puede llorar, que ay no más me la maté, que me jugaré el pellejo cuando llegue la ocasión, que cuando me acuerdo me pongo a llorar. Mucho de los textos me sorprendieron, pues no los comprendí. Fui a preguntar a mi madre: porque le mata el tipo a su mujer y a su mejor amigo, solo por encontrarlos juntos en la cama? Mi madre enrojeció, se puso furiosa y me prohibió regresar donde el tío. Desde entonces no perdí momento para ir escondido a leer los textos del cuaderno azul y a viajar por un mundo extraño, exótico, fascinante, tratando de descifrar porque le mata el tipo a su mujer y a su mejor amigo, solo por estar juntos en la cama. Todavía no lo comprendo. Pero a veces, cuando me pongo triste por el alcohol, recuerdo el cuartito azul donde conocí a mis buenos amigos de la Guardia Vieja.

Hace pocos años visitando Quito, visité a mi tío Efraín. Ya no vivía en el cuartito azul de la casa de San Diego sino en una moderna casa hacia el barrio de la Marianita de Jesús. En cuanto me vio corrió a su biblioteca y regresó con notas de la Guardia Vieja. Mi tío, ya anciano, había ensordecido casi completamente. Me pidió por señas que le acompañe al piano. Me senté y comenzamos con La Cumparsita. Y con perfecto ritmo pero con alturas completamente aleatorias y una dicción extraña, gutural, la desgranamos. Que hacer? Pues continuar. Y por dos horas nos sumimos en nuestros respectivos recuerdos, en un grotesco concierto, gracias a dios sin otros testigos que nuestro cariño mutuo. Y así pude devolverle lo que recibí de él.

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