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Respuesta a Juan Campoverde sobre un texto de Gerardo Mosquera, a ser leído abajo.

Gracias por el texto de Gerardo Mosquera. Te envío grosso modo mis comentarios. PERO, espero los tuyos….
.Efectivamente es el tipo de discusión que tanto nos hace falta, primero en Latinoamérica, particularmente en Ecuador.
.El texto es pertinente, la discusión es válida: es mejor hablar de “arte latinoamericana”, o de “arte en latinoamérica” , o „arte desde América Latina“? Me inclino por los dos ultimos enunciados. De un texto mío:

https://www.maiguashca.de/index.php/de/von-mir/219-lo-latinoamericano:
Lo Latinoamericano, existe? Sin la menor duda. Que es? No lo sé.
Seguramente hay varias maneras de acercarse al tema, tal vez a través de otras preguntas, a través de otras formulaciones.
Por ejemplo: existe lo nuestro, lo mío? Estas preguntas son mas precisas, más manejables para mí. Sin embargo, cuando reviso lo que yo podría definir como lo mío constato que no necesariamente es lo que otros, aunque sean de mi ámbito geográfico y cultural, podrían definir como lo suyo.
Lo nuestro supone un grupo: el de mi barrio?, el de mi ciudad?, el de mi país?, el de los Andes?, el de Latinoamérica?, el del mundo occidental?, el del Homo Sapiens? Yo me siento ligado a todos ellos. Donde me localizo para definir lo nuestro?

.El texto de Mosquera se refiere en particular al arte plástico, sobre el cual yo no estoy bien informado. Que interesante habría sido referirse a la música. Los textos de Coriún Aharonián son pertinentes. Pero a mi me hacen falta otros puntos de vista. Pienso que refiriéndonos a la música nos atasca definitivamente un concepto que no ha terminado de ser digerido y que no quiere morir, particularmente en el ambiente ecuatoriano: “el nacionalismo”.

Mosquera dice:

…Me refiero a los imaginarios nacionalistas donde se expresa un culto tradicionalista a “las raíces”, supuestamente protectoras contra injerencias foráneas, y la idealización romántica de convenciones acerca de la historia y los valores de la nación. A menudo el folclorismo nacionalista es en gran medida un medio usado o manipulado por el poder para retorizar una nación supuestamente integrada, participativa….

…Estallidos así resultan sintomáticos de lo arraigados que se encuentran en América Latina paradigmas de signo ontologizador, provenientes del nacionalismo y del afán por construir identidades de resistencia, diferenciadoras frente a Europa y los Estados Unidos…

Es “nacionalista” toda música que utiliza algún elemento identificatorio de nuestro acervo técnico-músical “nacional”?


Pero.

Mosquera:

… Pero se produjo un fenómeno muy interesante de vínculo entre lo popular y lo “culto”. El acceso gratuito y masivo a la enseñanza permitió la formación de jóvenes procedentes de todos los ámbitos, mientras la carencia de viviendas, la nivelación social y la pobreza generalizada los ha mantenido en relación con ellos, al menos hasta que emigraron. Son así, simultáneamente, activísimos portadores de folclore y artistas profesionales. Esto ha posibilitado un proceso singular, donde la obra “cultivada” es construida desde valores y cosmovisiones populares. No es lo vernáculo inspirando a lo “culto” o sirviéndole de fuente, sino haciéndolo.

No es el caso de la música creada por Cergio Prudencio? Talvez Ayayayayay o La Canción de la Tierra? No es una opción a la vez importante e interesante?


Pero.

Mosquera:

…La cultura en América Latina ha padecido una neurosis de la identidad que no está curada por completo, y de la que este texto mismo forma parte, así sea por oposición…

….Otra trampa es el prejuicio de considerar al arte latinoamericano simplemente derivativo de los centros occidentales, sin tener en cuenta su complicada participación en Occidente….

…Cuando decía que el arte latinoamericano está dejando de serlo, me refería a dos procesos que observo hoy en el continente. Uno tiene lugar en la esfera de la producción artística, y el otro en las de circulación y recepción. Por un lado, está el proceso interno de superación de la neurosis de la identidad entre los artistas, críticos y curadores. Éste está trayendo una paz que permite mayor interiorización en la investigación artística…

…Por otro, el arte latinoamericano comienza a apreciarse en cuanto arte sin apellidos. En vez de exigírsele declarar el contexto, se le reconoce cada vez más como participante en una práctica general, que no tiene por necesidad que exponer el contexto, y que en ocasiones refiere al arte mismo.

Si, este es el paraguas bajo el cual hemos vivido y sobrevivido.
.Nuevamente, la discusión es válida: “arte latinoamericana” o “arte en latinoamérica” o „arte desde América Latina“? Prefiero las dos últimas.
Nos incluye? Creo que si, a pesar de no vivir en Latinoamérica.
Un abrazo,

Mesias

Sigue el texto en cuestión escrito por Gerardo Mosquera para el proyecto de investigación:

Arte Contemporáneo del Ecuador. Centro Ecuatoriano de Arte Contemporáneo (CEAC).

GOOD-BYE IDENTIDAD, WELCOME DIFERENCIA:

DEL ARTE LATINOAMERICANO AL ARTE DESDE AMÉRICA LATINA

Gerardo Mosquera

2000

Hace tres años publiqué un artículo titulado El arte latinoamericano deja de serlo (1). Éste provocó

algunas reacciones que no dejaron de asombrarme. Aunque provenían de personas nada asociadas con

posiciones esencialistas o tradicionales, mi planteo fue considerado casi un anatema. En realidad, las

respuestas eran más emocionales que analíticas, no del todo acordes con lo que en realidad se decía en

el texto. Eran suscitadas más bien por el carácter polémico del título y la manera desembozada de

presentar el asunto. Estallidos así resultan sintomáticos de lo arraigados que se encuentran en América

Latina paradigmas de signo ontologizador, provenientes del nacionalismo y del afán por construir

identidades de resistencia, diferenciadoras frente a Europa y los Estados Unidos. Esto permanece menos en los

discursos –que tienden a romper con aquellas concepciones- que en posiciones mentales de base, a veces casi

inconscientes. Se perdía así de vista que, al final, aquel “dejar de ser latinoamericano” está

facilitando hacer el arte contemporáneo más “a lo latinoamericano”, en una práctica menos regida por el

mercado suntuario, y con mayor sentido cultural hacia el contexto.

La cultura en América Latina ha padecido una neurosis de la identidad que no está curada por completo, y

de la que este texto mismo forma parte, así sea por oposición. Esta neurosis ha manifestado síntomas

particularmente agudos en el terreno de las artes plásticas. No obstante, ya a fines de los años 70

Frederico Morais vinculaba nuestra obsesión identitaria con el colonialismo, y sugería una idea „plural,

diversa, multifacética“ del Continente (2), fruto de su multiplicidad de origen. Aún las nociones mismas de

América Latina e Iberoamérica siempre han sido muy problemáticas. ¿Incluyen al Caribe anglófono y al

holandés? ¿A los chicanos? ¿Abarcan a los pueblos indígenas que a veces ni hablan lenguas europeas?

Si reconocemos a estos últimos como latinoamericanos, ¿por qué no hacerlo con los pueblos indígenas al

norte del Río Grande? ¿Lo que llamamos América Latina forma parte de Occidente o de No Occidente?

¿Acaso contradice a ambos, resaltando el esquematismo de tales nociones? En todo caso, hoy Estados

Unidos, con más de 30 millones de habitantes de origen “hispano”, es sin duda uno de los países

latinoamericanos más activos. Dados el auge migratorio y las tasas de crecimiento de la población

“hispana” (la migración sin movimiento), en un futuro no lejano podría ser el tercer país de habla

castellana, después de México y España. En algunas tiendas de Miami hay letreros que dicen: “English

spoken”.

No obstante, la idea de América Latina no se niega aún hoy día, según hacen algunos intelectuales

africanos con la noción de África, considerada una invención colonial.(3) La autoconciencia de pertenecer

a una entidad histórico-cultural mal llamada América Latina se mantiene, pero problematizándola. La

permanencia generalizada de este reconocimiento puede resultar curiosa, pues los latinoamericanos

siempre nos hemos preguntado quiénes somos. Resulta difícil saberlo dada la multiplicidad de

componentes en nuestra etnogénesis, los complejos procesos de acriollamiento e hibridación, la

presencia de grandes grupos indígenas no integrados, o sólo parcialmente, en las nacionalidades

postcoloniales, y el caudal de inmigraciones y emigraciones mantenido a todo lo largo del siglo XX. Tan

intrincada madeja fue modulada además por una historia colonial muy temprana, entre medieval y

renacentista, con asentamiento permanente y masivo desde el inicio de ibéricos y africanos. Hay muchas

respuestas a la pregunta, quizás ya en sí mal planteada, de si somos “occidentales” o no, “africanos” o no.

Nuestros laberintos nos han confundido o nos han embriagado. Ahora comenzamos a asumirnos más en

el fragmento, la yuxtaposición y el collage, aceptando nuestra diversidad y aún nuestras contradicciones.

El peligro es acuñar, frente a las totalizaciones modernistas, un cliché postmoderno de América Latina

como reino de la heterogeneidad total (4). Por otra parte, el pluralismo puede resultar una prisión sin

muros. Borges contó la historia del mejor laberinto: la inconmensurable amplitud del desierto, de la cual es

difícil escapar. Un pluralismo en abstracto, o bajo el control de centros autodescentralizados, puede tejer

un laberinto de indeterminación que confine las posibilidades hacia una diversificación social y

culturalmente activa. Borges puede brindarnos quizás otra clave: al concluir el empeño de dibujar todas y

cada una de nuestras diversidades, tal vez sólo aparecerá el retrato de cada dibujante.

Otra trampa es el prejuicio de considerar al arte latinoamericano simplemente derivativo de los centros

occidentales, sin tener en cuenta su complicada participación en Occidente. Con frecuencia no se miran

las obras: se piden de entrada sus pasaportes, y se revisan los equipajes ante la sospecha de algún

contrabando desde Nueva York, Londres o Berlín. Los pasaportes a menudo no se hallan en regla, pues

responden a procesos de hibridación y apropiación, en respuesta a una larga y multifacética situación

postcolonial. Sus páginas aparecen llenas de resignificaciones, neologismos, reinvenciones,

“contaminaciones” (5) e „incorrecciones“ (6) ya desde los tiempos del barroco. Más aún en nuestra época,

signada por tanta transformación e hibridación cultural, cuando ocurren complejas readecuaciones de las

identidades mientras los bordes se vuelven porosos y mutantes.

La nueva atracción de los centros hacia la alteridad, propia de la moda “global”, ha permitido mayor

circulación y legitimación del arte de las periferias. Pero con demasiada frecuencia se han valorado las

obras que manifiestan en explícito la diferencia, o satisfacen expectativas de exotismo. Esta actitud ha

inclinado a algunos artistas a otrizarse ellos mismos, en un paradójico autoexotismo. La paradoja resulta

aún más aguda si nos preguntamos por qué el “Otro” somos siempre nosotros, nunca ellos. El

autoexotismo subraya un esquema hegemónico, pero también la pasividad de ser complaciente a

ultranza, o a lo sumo indica una iniciativa mediatizada. Se halla fortalecido además por condicionantes

locales. Éstas, curiosamente, se corresponden con posiciones opuestas a la intrusión extranjera. Me

refiero a los imaginarios nacionalistas donde se expresa un culto tradicionalista a “las raíces”,

supuestamente protectoras contra injerencias foráneas, y la idealización romántica de convenciones

acerca de la historia y los valores de la nación. A menudo el folclorismo nacionalista es en gran medida un

medio usado o manipulado por el poder para retorizar una nación supuestamente integrada, participativa.

Se disfraza así la real exclusión de los estratos populares, en especial los indígenas. Toda esta situación

circunscribe el arte a perímetros ghetto de circulación, publicación, legitimación y consumo, que limitan de

entrada sus posibilidades de difusión y valoración, reduciéndolo a ámbitos predeterminados.

Cuando decía que el arte latinoamericano está dejando de serlo, me refería a dos procesos que observo

hoy en el continente. Uno tiene lugar en la esfera de la producción artística, y el otro en las de circulación

y recepción. Por un lado, está el proceso interno de superación de la neurosis de la identidad entre los

artistas, críticos y curadores. Éste está trayendo una paz que permite mayor interiorización en la

investigación artística. Por otro, el arte latinoamericano comienza a apreciarse en cuanto arte sin

apellidos. En vez de exigírsele declarar el contexto, se le reconoce cada vez más como participante en

una práctica general, que no tiene por necesidad que exponer el contexto, y que en ocasiones refiere al

arte mismo. Esto se corresponde con la mayor internacionalización de los circuitos artísticos, que

lentamente va superando el seudointernacionalismo de la mainstream, como parte de los procesos de

globalización. Así, los artistas de América Latina, como los de África o del Sudeste asiático, han

comenzado, lentamente pero cada vez más, a exhibir, publicar y ejercer influencia fuera de los

circuitos ghetto. Con esto se rompen muchos prejuicios y ganan todos, no sólo los ámbitos con menor

acceso a las redes internacionales, pues se diversifica enriquecedoramente la comunicación artística.

Sin embargo, surgen nuevos problemas, propios de una época de transición. Si existe el peligro del

autoexotismo en reacción a circuitos que piden “primitivismo” y diferencia, están también sus contrarios: el

cosmopolitismo abstracto, que aplana las diferencias, y el “internacionalismo” mimético que fuerza a

hablar una suerte de “lenguaje internacional postmoderno” a manera de un inglés del arte que funciona

como lingua franca de las cada vez más numerosas bienales y exposiciones internacionales (7). El hecho

de que artistas procedentes de las cuatro esquinas del planeta exhiban internacionalmente sólo significa,

de por sí, una internacionalización cuantitativa. La cuestión radica en cuánto están ellos contribuyendo a

transformar un status quo hegemónico y restrictivo hacia una verdadera diversificación, en lugar de ser

digeridos por éste. Los modernistas brasileños usaron la metáfora de la antropofagia para legitimar su

apropiación crítica, selectiva y metabolizante de las tendencias artísticas europeas, un proceder

característico del arte postcolonial. Pero la figura debe ser matizada para romper su sentido demasiado

positivo, haciendo transparente la lucha del quién traga a quién que aquella relación lleva implícita.

Toda la cuestión, no obstante, es más compleja. Vemos el caso, precisamente, de una buena parte del

arte brasileño. Podría esquematizarse una tendencia principal de esta plástica que ha desarrollado una

inclinación neoconcreta, postminimalista, con los ojos puestos en la mainstream, sin mayores basamentos

locales ni interés en la cultura popular. Pero, como caricaturizaba el crítico Paulo Emilio Sales Gómez, la

suerte es que los brasileños copian mal (8), pues han introducido una personalidad particular, una manera

propia de hablar el “lenguaje internacional”. Con todo lo polémica que pueda resultar, la esquematización

de Sales Gómez es fecunda en sentidos. Si el arte brasileño, como la paloma equivocada de Rafael

Alberti, quiso ir al norte y fue al sur, al final se trata menos de una desorientación que de una desorientación.

Tal dinámica ha permitido a los artistas brasileños una participación originalísima dentro de la

tendencia postminimal-conceptual „internacional“. Ellos la han cargado de una expresividad casi

existencial, quebrando la aburrida frialdad prevaleciente, han introducido una sofisticación del material en

sí y a la vez una proximidad humana hacia él, y han diversificado, vuelto más compleja y aún subvertido la

práctica de ese “lenguaje internacional”. La personalidad de esta plástica anti-samba no se produce —

como tanto ocurre entre los caribeños, los andinos y los mexicanos- mediante representaciones o

activaciones importantes de la cultura vernácula, sino por una manera específica de hacer el arte

contemporáneo. Es una identidad desinteresada de “la identidad”. Una identidad por la acción, no por la

representación.

En virtud de las características de una colonización temprana que europeizó el vasto ámbito colonizado,

la cultura de América Latina, y en especial sus artes plásticas, han jugado frecuentemente de rebote.

Quiero decir, han devuelto las pelotas que le llegaban desde el “Norte”, apropiando tendencias

hegemónicas para usarlas desde la inventiva individual de los artistas y la complejidad de sus contextos.

La crítica ha puesto el énfasis en estas estrategias de resignificación, transformación y sincretismo, para

enfrentar la perenne acusación de copiones y derivativos que, no sin razón, hemos sufrido. La

postmodernidad, con su descrédito de la originalidad y su valoración de la copia, nos ayudó mucho. Pero

serían también plausibles desplazamientos de enfoque que discutieran cómo el arte en América Latina ha

enriquecido las posibilidades de las propias tendencias „internacionales“, dentro de ellas mismas. Por

ejemplo, a José Clemente Orozco se le examina siempre en el cuadro del muralismo mexicano. Sería

productivo verlo también como uno de los grandes artistas del expresionismo en general, como sin duda

lo es. Wifredo Lam, en cambio, es considerado por introducir, de primera mano, elementos “primitivos” de

origen africano en el surrealismo. Sólo recientemente se le analiza por usar el modernismo como un

espacio para la expresión de significados afrocaribeños, con propósitos de afirmar una diferencia

antihegemónica.

Resulta muy problemático que los ámbitos dominantes tengan casi siempre el saque. El flujo no puede

quedar permanentemente en la misma dirección Norte-Sur, según dicta la estructura de poder. No importa

cuan plausible sea la estrategia apropiadora y transculturadora, implica una perenne situación de

respuesta que reproduce aquella estructura hegemónica, aunque la conteste y aún llegue a valerse de

ella a la manera de esas artes de combatir sin armas que aprovechan la fuerza de un contrario más

poderoso. Es necesario también invertir la corriente. No por darle la vuelta a un esquema binario de

transferencia, desafiando su poder, sino por contribuir a pluralizar para enriquecer, transformando la

situación prevaleciente. Sería bienvenido además un voleo horizontal, tendiente al desarrollo de una

verdadera red global de interacciones hacia todos lados. Los intercambios culturales en la globalización

todavía permanecen más bien como esquemas radiales tendidos desde los centros, con insuficientes

conexiones en red. Una estructura de globalización axial y zonas de silencio diseña los circuitos

económicos, políticos y culturales que macroconforman el planeta entero. La globalización ha dinamizado

y pluralizado la circulación cultural, pero lo ha hecho siguiendo el trazado de la economía, reproduciendo

en cierta medida sus estructuras de poder. De ahí la dificultad para plasmar las modificaciones en los

flujos a los que me he referido, pues las corrientes suelen moverse de acuerdo a dónde está el dinero. No

obstante, afortunadamente, los procesos de internacionalización que de todos modos la globalización ha

desencadenado parecen conducirnos gradualmente hacia una interacción cultural más fluida. Vivimos un

resbaladizo momento de tránsito, una época post-utópica, reformista, que busca cambios dentro de lo que

es más que cambiar lo que es.

Cuando afirmaba que lo mejor que le estaba pasando al arte latinoamericano era que estaba dejando de

serlo, me refería también a la problemática totalización que conlleva el término. Algunos autores prefieren

hablar de “arte en América Latina” en lugar de “arte latinoamericano”, como una convención

desenfatizadora que procura subrayar, en el plano mismo del lenguaje, su rechazo a la dudosa

construcción de una América Latina integral, emblemática y, más allá, a toda generalización globalizante.

Dejar de ser „arte latinoamericano“ significa alejarse de la simplificación para resaltar la variedad

extraordinaria de la producción simbólica en el continente.

Con antecedentes como el grupo Madí, el arte en América Latina ha ido desplazando intermitentemente,

desde los años 60, los paradigmas que habían orientado su práctica y valoración. Estos paradigmas se

relacionaban con ciertas generalizaciones que aún disfrutan de reconocimiento como caracterizaciones

de la siempre deslizante identidad cultural latinoamericana, o de aquélla de algunas regiones en

específico: el realismo mágico, lo real maravilloso (relacionadas ambas con la proclamación surrealista de

América Latina hecha por André Breton en México), el mestizaje, el barroco, el afán constructivo, el

discurso revolucionario, etc. Estas categorías poseen bases de importancia, y sirvieron a los afanes de

“resistencia” frente a la penetración cultural “imperialista”. Tuvieron un auge notable en los 60, dentro del

latinoamericanismo militante característico de toda una etapa histórica signada por la Revolución Cubana

y las guerrillas. Compulsiones ideológico-culturales llevaron a sobreconstruirlas con un afán totalizador,

hasta el extremo de ir quedando cada vez más como estereotipos característicos de las miradas

exteriores y superficiales sobre la cultura del continente. Hablar hoy de realismo mágico o mestizaje como

etiquetas globales suena casi como una película de El Zorro.

En los años 80, el auge de la pintura alegórica y expresionista impuesto en la mainstream propulsó un

reavivamiento de algunos de los viejos paradigmas y las poéticas con ellos asociadas, cuyo mejor

ejemplo fue el neomexicanismo. Esta etiqueta incluye a artistas valiosos, que introdujeron nuevos

significados y configuraciones desde aquellas bases. Pero ha adquirido un sentido peyorativo debido a

otros que satisficieron las expectativas cliché infladas por un boom del mercado, que, en general, afectó a

todos. Ahora bien, desde los años 60 y 70, sobre todo en Argentina, Brasil y Chile, fueron estableciéndose

otras perspectivas, vehiculadas por prácticas con la instalación, el performance y otras formas abiertas.

No me refiero tanto al uso de estos medios en sí, sino a las orientaciones artísticas y culturales a las que

han servido de instrumento. Es necesario diferenciar el simple uso de morfologías artísticas, de los

cambios de sentido y valor que ellas pueden facilitar. Si la Biblia recuerda que no se puede poner vino

nuevo en odre viejo, también resulta problemático –aunque de modo diferente- poner vino viejo en odre

nuevo. Porque han proliferado instalaciones que siguen otros paradigmas, como tanto altar continuador

de las magias, los mitos y los mestizajes, y tanta barroquería facilista del instalacionismo de mensaje

literal, con el que muchos artistas parecen querer “ponerse al día” desde posiciones tradicionales. El

extremo ocurrió en México en los años 70, donde se consagró una nueva forma artística derivada de la

instalación: la “caja”. Consistía prácticamente en meter instalaciones dentro de cajas que actuaban como

vitrinas, negando el sentido espacial, expansible y abierto de la instalación, transformándola en una

escultura que podía colocarse sobre una mesa de sala y, por lo tanto, venderse mejor. No obstante, hay

también artistas que consiguen renovaciones semánticas y estéticas desde discursos tradicionales.

Las nuevas perspectivas se extendieron por todos lados durante la década de los 80, con núcleos muy

fuertes en Brasil, Colombia, Cuba y Chile. En la actualidad caracterizan al arte más propositivo que se

realiza por todo el continente, aún en zonas que, debido a tragedias históricas, han tenido escenas más

débiles, aisladas y conservadoras, como Paraguay y América Central.

América Latina ha participado de la proliferación global de un “lenguaje internacional postmoderno”

mínimal-conceptual. Pero lo ha hecho a su manera, introduciendo diferencias. Si esquematizamos una

inclinación artística mainstream en Estados Unidos y Europa que, en general, va más hacia dentro del

arte mismo, notaremos que los latinoamericanos van más del arte hacia fuera. Comparten el interés de

muchos de aquellos colegas por una suerte de lingü.stica del arte estructurando su propia producción, o

sea, un arte conformando a través de su autodiscusión, y, más allá, por una crítica de la representación.

Pero desde allí tensan el arte hacia contextos ambientales, sociales, culturales, religiosos, etc. No en

forma directa o anecdótica, sino dentro del propio análisis de los recursos semióticos del arte. Como parte

de este rumbo, la simbolización mantiene un peso notable en el arte producido en América Latina –quizás

con la excepción de Brasil–, en contraste con la inclinación más presentacional prevaleciente en Estados

Unidos y Europa. En nuestro continente muchos artistas se han valido de recursos de tipo postconceptual

para entretejer lo estético, lo social, lo cultural, lo histórico y lo religioso, sin sacrificar la investigación

artística. Para hablar con propiedad, en realidad la están reforzando, al expandir las posibilidades del arte

hacia nuevos territorios y volver más densa y refinada su capacidad significante. Estos artistas están

potenciando el instrumental analítico y lingü.stico del conceptualismo para bregar con el alto grado de

complejidad de la sociedad y la cultura de América Latina, donde la multiplicidad, la hibridación y los

contrastes han introducido contradicciones al mismo tiempo que sutilezas. Todo este carácter de ser

legible en términos „internacionales“ y a la vez diferente, vuelve hoy internacionalmente atractivo al arte

latinoamericano, pero conlleva el riesgo de llegar a convertirlo en la perfecta alteridad para la mainstream.

La dirección bosquejada contradice cierta tradición “militante” del arte latinoamericano, en favor de otra

tradición opuesta de fluidez y complejidad en el modo como la cultura del continente se ha ocupado

activamente de la problemática social. Lo anterior opera con mayor claridad en el plano de los significados

que en el de los significantes, y se corresponde con prácticas actuales de otros ámbitos periféricos. Tiene

que ver además con una proyección más individual, emanada del propio artista, que con el partidismo y el

sentido militantes que ubicaban al arte en una posición ancilar frente a los discursos políticos y sociales,

y, en última instancia, tendían a volverlo una ilustración de aquéllos.

Esta diferencia hacia el plano del sentido es una de las mudanzas con respecto a los paradigmas

totalizadores a los que me he referido, pues aquéllos procuraban de entrada una peculiaridad

latinoamericana del lenguaje. Los nuevos artistas parecen menos interesados en mostrar el pasaporte.

Los componentes culturales actúan más en el discurso de las obras que en su estricta visualidad, aún en

los casos en que aquéllas se fundamentan en lo vernáculo. No quiere decir que no aparezca

un look latinoamericano en numerosos artistas, o aún que no puedan establecerse ciertas regularidades

identificativas de algunos países o áreas. Lo crucial radica en que estas identidades comienzan a

manifestarse más por los rasgos de una práctica artística que por la pulsión de elementos identificativos

tomados del folclore, la religión, el ambiente físico o la historia. Este proceder implica una presencia del

contexto y de la cultura entendidos en su sentido más amplio, e interiorizados en la manera misma de

construir las obras y sus discursos. Pero también una praxis del propio arte, en cuanto arte, que establece

constantes identificables, construyendo tipología cultural desde la manera de hacer el arte, y no

acentuando los factores culturales introyectados en éste. Así, hay modos brasileños –y aún de Sâo Paulo,

Río de Janeiro o Minas Gerais- identificables más porque refieren a maneras de hacer los textos que de

proyectar los contextos.

Resaltar la práctica en sí del arte como creadora de diferencia cultural confronta la orientación de los

discursos del modernismo en América Latina. Éstos tendían a acentuar la dirección contraria, es decir, la

manera como el arte se correspondía con una cultura nacional ya dada. Lo hacían quizás para legitimarse

en el cuadro del nacionalismo imperante, al cual tanto contribuyeron. Sin embargo, más allá de esta

confrontación, el contexto es factor básico en los artistas que han establecido la nueva perspectiva. Pero

sus obras, más que nombrar, analizar, expresar o construir los contextos, son construidas desde ellos.

Las identidades y los ambientes físicos, culturales y sociales son ahora más actuados que mostrados.

Son identidades y contextos concurrentes en el metalenguaje artístico “internacional” y en la discusión de

temas contemporáneos “globales”.

A partir del nudo de problemas que hemos venido discutiendo podría bosquejarse una mirada histórica

que iría quizás del „arte Europeoprovinciano“ al „arte derivativo“ al „arte latinoamericano“ al „arte en

América Latina“ al „arte desde América Latina“. No me refiero al carácter de esta producción en distintos

momentos históricos, sino a las epistemologías prevalecientes. La última denominación enfatiza la

participación activa del arte procedente de la región en los circuitos y lenguajes „internacionales“ (9).

Refiere a una intervención que conlleva la introducción de diferencias anti-homogeneizantes en el cuadro

“internacional” (la insistencia en las comillas destaca el sentido reducido dentro del cual es aún preciso

usar este término), y su legitimación dentro de éste. Es decir, identifica la construcción de lo global desde

la diferencia, subrayando la aparición de nuevos sujetos culturales en la arena internacional, hasta hace

poco cerrada con llave. No podemos decir que esta arena esté ahora abierta, pero sí que tiene más

puertas, y que éstas abren con distintos modelos de llaves. Tal proceso es un aspecto positivo de esa

constelación de transformaciones que llamamos globalización. Una percepción crítica de la globalización

no debe llevar a verla como una corriente de una sola dirección. Ella misma es fruto de un

entrelazamiento de mudanzas históricas, algunos de las cuales, como la descolonización, el brote de

nuevos sujetos económicos, sociales y culturales, los intensos movimientos migratorios, sus

transterritorializaciones culturales y reajustes demográficos, la conciencia multicultural y sus políticas,

poseen signo anti-hegemónico. La globalización genera sus propios cortocircuitos, aunque ha traído

pocos cambios esenciales en las estructuras de poder. Por el contrario, la retórica acerca de la

globalización ha abundado en el triunfalismo ilusorio de un orbe transterritorial, descentralizado,

omniparticipativo, de diálogo multicultural, con corrientes que fluyen en todas direcciones.

Toda esta nueva perspectiva ha resultado muy plausible en el Caribe, afectado por tantos estereotipos

relacionados con la presencia de origen africano, la “magia”, el mestizaje, el ritmo, el trópico, etc.,

devenidos marcas de exportación. Siempre hubo artistas que trabajaron fuera de estas amarras, pero las

nuevas orientaciones han roto tajantemente con el “caribeñismo”, abriendo múltiples posibilidades. Sin

embargo, los más interesantes artistas del Caribe se sitúan en los antípodas del trabajo de los brasileños.

Al silencio constructivo y postminimalista de estos últimos, se opone el mayor protagonismo del medio –y

en especial lo vernáculo- en la estructuración de las obras de los primeros, así como la mayor voluntad

por ir del arte hacia lo social, lo religioso, etc. Se puede ver claramente en los dominicanos, los

jamaicanos, los nuyorricans, y en algunos artistas de las Antillas Menores. Los más notables artistas

jóvenes de Puerto Rico, como Charles Juhasz, Arnaldo Morales y Ana Rosa Rivera, se ocupan en cambio

de investigaciones menos referidas al contexto, rompiendo el “enconchamiento” insular al que se ha

referido Mari Carmen Ramírez.

En Cuba el medio también ha sido protagonista, con una mayor inclinación conceptual, desconstructiva y

apropiatoria. Pero se produjo un fenómeno muy interesante de vínculo entre lo popular y lo “culto”. El

acceso gratuito y masivo a la enseñanza permitió la formación de jóvenes procedentes de todos los

ámbitos, mientras la carencia de viviendas, la nivelación social y la pobreza generalizada los ha

mantenido en relación con ellos, al menos hasta que emigraron. Son así, simultáneamente, activísimos

portadores de folclore y artistas profesionales. Esto ha posibilitado un proceso singular, donde la obra

“cultivada” es construida desde valores y cosmovisiones populares. No es lo vernáculo inspirando a lo

“culto” o sirviéndole de fuente, sino haciéndolo.

Resalta en artistas iniciados en religiones afrocubanas o familiarizados con sus ambientes, quienes han

realizado obra postconceptual desde cosmovisiones no occidentales. Lo anterior ha incluido la

introducción de mecanismos religiosos dentro del arte contemporáneo, relacionados con ritos y

experiencias místicas personales. Las Siluetas de Ana Mendieta, por ejemplo, eran obras de arte que

combinaban el landart, el bodyart y el performance de la época, pero a la vez constituían una ceremonia

íntima real, una respuesta mística a las obsesiones personales de la artista. De nuevo, lo religioso no es

aquí tema o fuente iconográfica: actúa como parte instrumental de una práctica del arte hibridada con

otras actividades y experiencias. Juan Francisco Elso, quien concebía el arte como un proceso místico de

iluminación personal, es el paradigma de un camino que lleva al arte por derroteros nuevos, dándole

contenidos y funcionalidad diferentes sin quebrar su ejercicio como actividad autosuficiente centrada en la

codificación de mensajes estético-simbólicos. Pero direcciones así resultan todavía demasiado radicales

para ser aceptadas en los circuitos internacionales. Contrastan con el éxito relampagueante del

minimalismo “pobre” de Kcho, otro gran artista cubano, cuyo balance entre canon, diferencia y exotismo lo

vuelve muy apreciado allí, una suerte de Basquiat del postminimalismo.

Para matizar el optimismo de este texto y su acuñación de nuevas etiquetas, voy a concluir con una

anécdota, a modo de símbolo abierto acerca de la ambivalencia de los rótulos, sus tránsitos, y su

superación. Me la contó hace años Julio Girona, un pintor cubano que ha vivido en Nueva York desde la

década del 30. A principios de los 60 Girona iba por las calles de esa ciudad cuando, inesperadamente,

se vio envuelto en el caos de una manifestación que era reprimida por la policía. Un agente lo increpó,

blandiendo su bastón: –¡Sale de aquí, negro sucio! El artista, desconcertado por toda la situación, sólo

atinó a responderle: –¡Yo no soy negro!. –¡Pues váyase al carajo igual, cabrón puertorriqueño! –contestó

el policía, quien comenzaba a inquietarse. –Oiga, que no soy puertorriqueño tampoco, ¡soy cubano! –

exclamó Girona. El policía, ya harto, lo golpeó con el bastón, mientras replicaba furioso: –¡Todo es la

misma mierda!

Gerardo Mosquera.